jueves, 18 de octubre de 2012

EL REINO DE LAS SOMBRAS


 

Feliz es aquel que ha traspasado la puerta del mundo oscuro dejando atrás el otro, el despreciable de la Tierra repleto de maldad y de miserias. Feliz es aquel que con su cuerpo etéreo vive en un reino sin luz pero infinitamente mejor.

Yo había muerto, pues todos los signos que determinan semejante afirmación arrojaban signos positivos. Se me puso una llama frente a los ojos, se aplicó un espejo a mi nariz, se escuchó concienzudamente el vacío latir de mi corazón, pero nada. Había muerto y el forense levantó el certificado de defunción.

Mi funeral fue como todos. El ataúd, rodeado de cuatro cirios, cinco o seis floreros repletos de nardos y jazmines, pocos lamentos y muchos comentarios, la misa que diera el señor cura y finalmente el descenso a la tumba fría y húmeda, para que los gusanos se encarguen de la ter­minación final de lo que había sido mi cuerpo viviente.

Mi Yo-Alma penetró —según recuerdo— a un túnel largo y estrecho donde la oscuridad reinaba en toda su majestad temible. No había aire y una extraña fuerza me obligaba a seguir. No puedo decir que caminaba porque no tenía cuerpo. Me asemejaba a una masa de humo que era arrastrada por un aire extraño dentro de aquella tenebrosa estrechez. Carecía; también de sentidos, de sentimientos, de ideas. Era un humo, una masa vacía que avanzaba lentamente a lo desconocido.

El túnel desembocó en una inmensa explanada que parecía decir en un quejido DESOLACIÓN, mire con los ojos de mi nueva existencia y no vi nada que pudiera llamarse COMPAÑÍA. Estaba solo, en una inmensa extensión arenosa. Un silencio agónico era el único sonido que escuchaba. Todo era semioscuridad, no había sol,  ni nubes, únicamente una densidad tan extraña, como extraña era mi situación.

Yo, convertido en un Yo-Masa-Humo, me hallaba en un sitio de soledad, de silencio, de semioscuridad.

Recorrí por aquella planicie arenosa y tuve la sensación de hallarme en un desierto sin vida, en donde jamás podría calcular si era de día o de noche, ya que la penumbra permanecía inmutable. Mis sentidos (si es que me quedaba algo de ellos) fueron tomando conciencia y tuve un raro presentimiento por primera vez. Vagamente comprendí que esto debía ser el purgatorio de los cristianos, pero no era un lugar  de fuego ni de purificación. Mi purgatorio parecía ser la soledad y el silencio más terribles y más crueles.                                  

Divisé una construcción ruinosa de apariencia fúnebre y hacia ella me dirigí. Entré por el espacio que debió haber albergado a una puerta. Si es que antes que yo existió otro habitante en aquellas regiones-. La oscuridad del interior era total. Poco a poco mis ojos se acostumbraron a ella y distinguí la existencia de aposentos. Me hallaba en una especie de salón bastante grande, rodeado de paredes negras. No existía nada parecido a un techo. Arriba se veía tan sólo la semioscuridad que cubría el lugar. Salí con una sensación que lejanamente se asemejaba a la desesperanza. Al volver mi rostro hacia aquellas paredes me pareció que sonreían con su vetustez siniestra.

Fue entonces cuando sentí que la desesperación aumentó, la densidad se hizo más real, la desolación 'más tangible, mi nueva existencia se reveló ante aquello y decidí huir. La plomiza masa que era yo, buscó las tinieblas más infinitas y terribles y las encontró. Allá, en la lejanía, como un hueco sobrepuesto en el desier­to estaba la salida del túnel que me había llevado a la soledad. Penetré en él y sentí que me en­volvía un viento que irremediablemente me con­ducía a la luz, a la libertad, a la vida.., y desper­té.

Fue el crujir de la más completa desazón, fue el seco golpe de un impacto cósmico, fue el despertar en una oscuridad más temible aún, la impresión que tuve cuando abrí mis ojos y comprendí que había vida dentro de mis despojos. De golpe sentí una fría rigidez en mis extremidades, un tosco pañuelo atado a mi mandíbula, un pesado crucifico entre mis dedos.

Me habían enterrado, pero yo estaba vivo, irónicamente, era la excepción de la inexorable regla. Me sentía débil, y sin embargo, comencé a empujar con las escasas fuerzas recobradas el ataúd que había sido destinado. No sólo confié en mis fuerzas sino que apelé también a mi voz y grité hasta enronquecer pidiendo ayuda.

Al final fui sacado por el guardián del cementerio, el cual trémulo y horrorizado me explicó que llevaba bajo tierra cuatro días de haber estado en el Más Allá, haber estado en el Más Allá, de haber permanecido ahogándome en una densidad rara, de haber permanecido ahogándome en una densidad rara, de haber vivido en semioscuridad, en soledad, en nada absoluta. Noventa y seis horas habían pasado y a mí me habían permanecido noventa y seis segundos de visión irreal.

Me embargó una sensación de abandono, de angustioso abandono. El guardián, no sin recelo, me invitó a su vivienda a tomar una taza de café. Me repuse un poco de mi debilidad. Mi mente un tanto tranquila ya consideró despacio la situación. Yo había leído hace muchos años sobre la catalepsia, pero de una manera difusa y casi sin entender bien. Asociaba breves frases transcritas en las páginas de un folleto con mi caso. Catalepsia, significaba la muerte en vida, todos los sentidos humanos muertos, todos los órganos sin movimiento, hasta que transcurran horas o días y sobreviene el despertar más aterrador, más siniestro, en donde la realidad se confunde con el misterio, cuando brujas y vampiros se dan la mano y ríen a carcajadas.

Recordé a mi familia, recordé a mi esposa y a mis hijas que seguramente estarían afligidas por mi partida final. Entonces, agradecí al gentil hombre que me había ayudado y emprendí mar­cha hasta mi casa.

Al llegar, la nostalgia familiar se hizo más profunda.

Vacilé algunos instantes antes de golpear a la puerta, y cuando lo hice, mil sen­saciones agitaban mi corazón.

Han transcurrido tres años desde aquél memorable día de mi resurrección, y la horrísona evocación vive clavada en mi memoria.

Todo pasó tan rápido pero dejó un sabor de pesadilla cuya negras alas batieron miseria y pesadumbre hasta destrozar el último hálito de alegría que pude tener.

Un carrusel a punto de romperse giró ante mí, y vi a mi esposa y a mis hijas correr y gritar desesperadas, golpeándose en su atropellada carrera unas contra otras, cayendo y volviendo a levantarse en el más completo desor­den. Pero vi también a un hombre salir de algún rincón de nuestra casa; lo vi claramente, pero en mi loca confusión fue imposible inquirirle quién era ni que razón poderosa tenía para estar allí. No era un amigo que fue a dar el pésame, ni era un artesano, un profesor o un clérigo.

Era simplemente un hombre que invadió tierras duras pero que ahora se volvían arenas movedizas.

Mucho rato tuve que esperar para que el orden i y la estabilidad retornaran a lo que fue mi hogar. Poco a poco desaparecieron los sobresaltos y los terrores de siglos y con ellos desapareció también la sombra del hombre aquél.

Se extinguió pero únicamente del interior de mi casa, porque de mi mente jamás lo hará.

Yo sé que mi familia intuye que lo vi, yo sé y hasta presiento lo que se habla cuando escucho cuchicheos bajos, o cuan do inesperadamente entro a la cocina y el diálogo que ha sido comenzado a media voz calla bruscamente. Y sé también que ellas ignoran el dolor inmenso que se anidó en mi alma desde aquel día y el profundo desprecio que siento hacia todas. Ignoran el gran deseo que tengo de morir pero esta vez para siempre.

No saben que diariamente mi pensamiento recaba en la idea de haber estado en el Más Allá y siente rebeldía de haber vuelto a la vida.

Hoy, me arrepiento de haber escapado de aquel purgatorio que me fue designado, porque preferible era estar solo en medio de un desierto arenoso, de oscuridad y de soledad infinitos, que estar aquí, en él mundo al que destinado estuve a volver y supe que en un lapso de cuatro días mi hogar había tomado una nueva forma, donde el dolor no existía, el luto era algo desconocido y mi memoria era mancillada con la presencia de otro que había ocupado mi puesto desde mucho tiempo atrás.

 


 

FIGURACIONES


El temblor de mis piernas no me permite caminar derecha. Avanzo a tientas, pasos lentos, agazapada en mi propio espacio.
 
Aquí vivo desde que tengo uso de razón. El pánico detiene mis movimientos. Choco contra los muebles varias veces, persisto en el empeño de encontrar el interruptor mientras el miedo y las tinieblas me asfixian.
Los ruidos y las voces del exterior han cesado.
Eran fuertes golpes, voces maledicentes que gritaban las peores amenazas. Voces escalofriantes. Voces de hombres.
 
Cuando hallo el interruptor, por un segundo, recapacito ¿debo encender la luz? Vacilo pero alcanzo la salida del dormitorio.
 
Vivo con Lola, ella está anciana y un tanto sorda. Ocupa unos aposentos en el altillo del segundo patio. Temo que salga y sea asesinada.
 
Tiemblo.
 
No sé qué hacer, pego el oído a la madera pero no escucho nada. De afuera llega el silencio.
 
No recuerdo bien lo que pasó.
 
Estaba acostada, durmiendo, cuando desperté al oír voces y estruendos. Ahora tiemblo de puro terror. Hay una rendija de tres centímetros de largo por unos diez milímetros de ancho y se encuentra en la parte inferior.
Me deslizo hasta el suelo y tanteo para hallar la puerta. Cuando la encuentro intento observar el exterior. No se ve nada, pero me llega un olor, mezcla de madrugada y de las flores que, en grandes maceteros, se encuentran en el corredor.
 
Tengo un viejo reloj herencia de mi bisabuela. Su tic tac llega desde muy lejos.
 
Me siento en el suelo arrimando la espalda al muro ubicado a pocos centímetros de la salida. Desde allí puedo sentir cualquier cosa y obtener un mínimo campo visual.
 
He puesto el ojo en la rendija varias veces, pero siempre es el mismo espectáculo: amanecer oscuro y oloroso. De repente el sol ilumina y siento su calorcito desde donde me encuentro. Vuelvo a atisbar por el resquicio y miro al macetero más cercano brillando en color fucsia. Me extiendo por el suelo, desde esta postura procuro acaparar más visibilidad pero no consigo nada.
 
No escucho la escoba de Lola barriendo las flores que se desparraman por el patio.
 
Lola…, Lola es una mujer que vive en casa desde hace años. Es viuda y sin hijos. Ayuda en todo, es como un familiar cercano y querido.
 
Ella me crió junto a dos tías que fueron hermanas de mamá.
 
Mi vida estuvo marcada por la muerte de mis padres en un accidente automovilístico del cual no guardo recuerdo alguno. Las dos tías murieron con infartos cerebrales cuando yo era joven. Águeda fue la primera y Amelia la segunda. Jamás he podido olvidar las miradas de su desesperada sobrevivencia. Ambas se paralizaron pero su angustia lo decía todo, debían dejar la existencia. No podían seguir, no en aquellas condiciones. Lola se quedó.
 
Empiezo a llorar bajito.
 
Calculo que serán las siete.
 
Lola empieza su labor a esta hora. ¿Estoy decidida a salir? Voy hacia la ventana y la abro de par en par. La calle está muy tranquila, pocos vehículos transitan a esta hora; la pequeña tienda de enfrente está abierta.
 
Regreso a mi sitio. Mi corazón es un pajarito encarcelado. Aferro los dedos a la aldaba y comienzo a abrir. No sé cuánto tiempo gasto en esto, pero cuando la puerta queda sin su seguridad mis piernas tiemblan más que antes. Razono y me doy ánimos a la fuerza. Solo hay que mirar al exterior, la casa está bien cerrada, me encargo de mantener el portón con cerrojo; no recibimos amistades, no las tenemos.
 
Una campanilla interna me recuerda que escuché esas voces fuertes, gritos de odio, sonidos iguales a cuando se rompen vidrios sobre el cemento.
 
Vuelvo a detenerme.
 
Gotitas de sudor chorrean por mi cuerpo. ¡Cálmate! me grito, y pongo la aldaba nuevamente. Regreso a la ventana y me inclino hacia el portón de la calle. Lo veo cerrado y respiro.
 
Decido volver a la puerta y esperar hasta escuchar el sonido de la escoba. En esas estoy cuando escucho el timbre del teléfono. Mi corazón se hiela por el horrendo sonido que siempre aborrecí. La tía Águeda tenía el teléfono en su recámara. Cuando murió lo puse en la salita de estar.
 
El timbre sigue sonando como un alarido infernal que me altera cada vez más. Soy una mujer grande, pero aquel sonido siempre ha sido desesperante, no he podido superarlo.
 
Vuelvo a la ventana buscando a Glenda, la vecina, pero sus cortinas están bien puestas, seguramente duerme junto a Leo su marido.
 
De golpe vuelvo a pensar en lo que sucede. Ignoro el tiempo que ha transcurrido. Doy una mirada a la habitación, veo la cama deshecha. Es una habitación muy grande: una pequeña salita, un armario enorme, un par de cómodas de cedro.
 
¿Lola? ¿Dónde está? ¿Por qué no escucho el ruido de su escoba?
 
Voy a la ventana. La calle tiene más movimiento, los autos pasan por delante de la casa, en la tiendita el dueño vende pan y leche. Una última mirada a la ventana abierta, la aldaba otra vez en mis manos y comienzo a abrir despacio, recordando que las bisagras hacen un ligero ruido.
 
El sol me baña.  El corredor tiene mampara de vidrio que da acceso al patio principal, con pileta incluida y buganvilia en flor. Desde ahí se ve el portón de entrada, es de caoba y posee una fuerte cerradura. Avanzo hacia los cristales del corredor…, uno, dos, tres pasos. Miro a ambos lados, todo está idéntico, los maceteros con flores fucsias se encuentran distantes unos de otros, pero hay uno en frente. El reloj sigue con su tic tac envolvente. Extiendo las manos hacia los vidrios y veo el patio.
 
Me encanta tener todo en orden y el patio no es la excepción. Las flores se ven magníficas, en sus maceteros blancos y verdes, la pileta de piedra, la mesita de hierro forjado con sus dos sillas para tomar el desayuno. Arriba el cielo calmo y una pareja de gorriones
entre las siemprevivas de los tejados.
 
Por la esquina del patio aparece la figura de Lola, sosteniendo la escoba. Suspiro con alivio. Pienso que debo estar enloqueciendo o lo que escuché en la noche solo fue una pesadilla. En fin…, vuelvo a la alcoba para hacer la cama. Luego prepararé el desayuno y lo tomaré en el patio.
 
Suena el aldabón.
 
Lola no lo escucha, está cerca de mí y le indico que vaya a ver quién es. Vuelve enseguida con un hombre joven, de mirada dulce. El hombre dice que es poeta y que está vendiendo su obra primigenia de puerta en puerta. Pregunta si me gusta la poesía, le respondo que no. Sostengo en mis manos el ejemplar y abro sus páginas. Tropiezo con una frase «Puertas grandes de grosor indescriptible, observo su irregular contorno».
 
¡Basta! Grita mi alma asustada. Cierro el libro y se lo devuelvo. El poeta no insiste, se despide.
 
El día transcurre lento. Vuelvo a sentir el horror que soporté en la madrugada. Paseo por calles que no he visitado en años, subo y bajo, miro almacenes, escucho conversaciones. Cansada llego a la casa.
 
La veo tan hermosa.
 
Converso con Lola tonterías. Antes de irnos a dormir, doy una vuelta por las habitaciones; sé que todo está en orden, pero lo hago. Al acostarme pongo sobre el velador un reloj digital que compré mientras estaba de paseo.
 
No entiendo el motivo pero he pensado mucho en el poeta. Fui una tonta por no comprar ese libro del cual leí un fragmento que me asustó. Pienso que aquel párrafo no tenía nada de extraño.
 
Pobre hombre. He tratado de recordar al libro y su dueño pero mi memoria no registra nada. Lo que sí recuerdo es la carátula de color tomate y ribetes verde oscuro. ¿Y él? ¿Claro o moreno? No lo sé.
¡Infeliz poeta! Debió recorrer mucho hasta llegar a mi casa; acabaré olvidándolo.
 
Transcurren los días.
 
Me acuesto en mi cama limpia y suavecita con sábanas recién estrenadas. Son los pequeños gustos que me doy de vez en cuando.
 
He abierto los ojos de golpe.
 
Estoy despierta y bien despierta ¿Qué pasó?
 
Permanezco en la cama aguzando el oído. Nada. Doy una mirada al reloj: son las cuatro de la mañana. Una hora bastante extraña, hora en la que no queda ni un alma en los bares, discotecas, salones. Hora en la que las calles están vacías. Intento volver a dormir. Cuando el relojito marca las cuatro y trece minutos el horror no tiene escapatoria. Igual que hace que hace algunas noches, los gritos que profieren varios hombres estallan afuera del dormitorio, vienen desde el patio. Son los mismos que ya había escuchado, las amenazas son exactas.
 
Tiemblo, estoy quieta, iluminada apenas por el reloj. Acabo de escuchar disparos, cinco o seis…, después el silencio. ¡No sé qué hacer! Recuerdo que comprobé que la puerta de calle estuviera cerrada. Lola no abre a nadie. ¿Por dónde entraron?
 
El pavor me circunda.
 
El teléfono está distante y debería salir para llamar a la policía. No voy a hacerlo, no puedo hacerlo. ¿Por qué? ¿Quiénes son? ¿Qué quieren?
Lo más prudente es esperar la luz del día. No puedo pensar que ahora todo será distinto, hoy hubo disparos, los escuché muy bien.
 
No tengo enemigos, no he hecho mal a nadie, mi vida ha sido limpia. ¿Por qué? Extiendo las piernas. Espero. Faltan tres minutos para las cinco de la madrugada. He aguzado el oído pero solo me llega el silencio. Lola debe dormir a pierna suelta; como la vez anterior, no debe haber oído nada.
 
Pienso poner la casa en venta. Somos dos mujeres. Lola está vieja y puede salir de este mundo en corto tiempo. Compraré un departamento chico, venderé o regalaré los muebles, no quiero más que los necesarios. ¿Y si muero esta madrugada? ¿Si morimos Lola y yo? Un temblor empieza a hacer presa de mis extremidades. Quiero vivir ¿Querrán matarnos? No hice nunca mal a nadie. Lola es buena.
 
Miro la ventana. ¿Y si voy hacia ella la abro y comienzo a pedir auxilio? ¿Leo y Glenda? ¿Estarán en su departamento?
 
¡Deja de pensar así¡ ordena mi voz interior.
 
Espero. ¿Qué espero? ¿La muerte? ¿Qué maten a Lola?
 
¡Cállate!
 
Son las cinco y media. Treinta minutos más y las luces del amanecer aparecerán. Intento pensar algo amable y lo único que viene es el poeta anónimo vendiendo su libro, con el gesto angustioso del que está necesitado. Apareció después de mi primera experiencia aterradora.
 
¿Y si fuera él?
 
¡Imposible!
 
Quizá venga también hoy, me encontrará desayunando y ahora sí compraré su libro y le invitaré a compartir el desayuno conmigo.
 
¿Cómo era su rostro?
 
Ya no importa.
 
Lo único real es que estoy aquí, en medio de un océano de terror; sola, íngrima, mirando un reloj de plástico que parece no moverse; que parece burlarse de mi angustia.
 
¡Amanece!…, ¡Por favor amanece ya!
 
Las sombras de la habitación forman dibujos. Cierro los ojos porque me aterrorizan aquellas formas parecidas a revólveres, muñecas delgadísimas, platos, cucharillas, sogas. Se asemejan a los juguetes que tuve alguna vez.
 
Me llega una escena de la infancia. Estaba enferma, tenía fiebre y veía en medio del sopor a un enorme orangután saltar de la cama al sillón y del sillón otra vez a la cama. Cuando el animal se acercaba pegaba su nariz helada a mi mejilla y a su contacto yo gritaba, estremecida. Lola y las dos tías llamaban al médico… A pesar de estar mal era también muy feliz. No tenía miedo. Estaba rodeada de personas que me daban seguridad. Quería que aquellos momentos se extendieran, que el reloj marcara los segundos muy despacio.
 
Los minutos se eternizan. ¡Amanece, por favor¡
 
Han transcurrido cerca de dos horas y no he vuelto a escuchar gritos ni disparos. El reloj marca las cinco y cincuenta. Decido esperar hasta las seis. A esa hora abriré la ventana y pediré auxilio. No importa que en el barrio me llamen loca o cualquier otra cosa, importan más nuestras vidas en estos momentos.
 
Suena el teléfono.
 
¿Qué pasa? Todo se repite como la vez anterior. ¿Quién llama? ¿Por qué llaman a ésta hora? ¿Por qué lo hacen?
 
Vuelvo a pensar en mis amistades y reconozco que carezco de ellas. Apenas unas pocas vecinas entre las que se encuentran Glenda y su esposo. Cuando era joven experimenté el punzante aguijón de la envidia de aquellas a las que creía amigas. Me alejé para siempre, nunca me arrepentí.
 
Así transcurrió la vida.
 
Por fin el reloj marca las seis. Me deshago de las cobijas. Llego hasta la ventana y la abro intentando no hacer ruido. Hace frío y la calle está húmeda por la lluvia que ha caído durante la noche.
 
En el departamento de Glenda y Leo, las cortinas están cerradas; bajo la vista y observo la entrada a la casa.
 
¡Está abierta!
 
Estoy paralizada, pero imagino que he sido víctima de la delincuencia: los rateros entraron a mi casa, y los gritos y disparos que escuché era porque se repartían el botín. No hay movimiento alguno en las casas vecinas. El departamento de Glenda y Leo se mantiene como si no hubiera nadie en su interior. La tienda está cerrada. Pasan algunos autos pero sus conductores no miran hacia donde me encuentro. Si pidiera auxilio no me escucharían.
 
Lola. ¿Y si la mataron?
 
Me agacho y espío a través de la rendija. En el campo visual aparece el macetero con flores fucsias. Aguzo los oídos, empiezo a quitar la aldaba. La puerta se abre y empiezo a ver a uno y otro lado del corredor. El corazón brinca encabritado. Nada hay, salvo los maceteros, las pequeñas alfombras, las mesitas con adornos de cristal.
 
Tengo la boca seca.
 
La mampara está ahí, solo debo aproximarme y mirar al patio, nada más. Extiendo los brazos hacia los cristales, respiro, miro el patio.
 
La visión no ha podido ser peor. ¿Por qué?¿Por qué aquí?
 
Trémula, vuelvo a mirar para cerciorarme, para que la mente guarde lo que he visto y acepte que es cierto.
 
Detesto el desorden, siempre lo aborrecí…, los muebles de hierro forjado están caídos, lejos unos de otros. Las piernas ya no me sostienen y caigo al suelo golpeándome el rostro.
 
El dolor me vuelve a la realidad.
 
A rastras voy hacia el dormitorio, no puedo levantarme, no siento la pierna derecha, pero he conseguido llegar a la ventana. Algo ocurrió en mi cabeza. Ese algo tiene un nombre, se llama apoplejía… es lo que tuvieron las tías. Estoy trastornada, me estalla la cabeza, los pensamiento se entremezclan, la inconsciencia parece ganar; el frío que entra por la ventana abierta me hace demasiado daño.
 
¿Lola?
 
Los segundos pasan, la muerte se acerca, me rindo a ella…
 
¿Lola?
Si aún está viva en sus habitaciones espero que tenga fuerzas para llamar a la policía. Jamás sabré el motivo por el cual tres hombres entraron a mi casa y se dispararon unos a otros, frente a la pileta del patio principal, manchando con su sangre el orden establecido.
 
El día que recién empieza se va. Escucho voces lejanas y sonidos de sirenas.
 
¿Dónde estoy?                                                                
 
Creo percibir el rostro del poeta mirando con asombro por las ventanas de la ambulancia.
 
¿Cómo llegué hasta aquí? ¿Quién me trajo?
 
¿Y Lola?