El temblor de mis
piernas no me permite caminar derecha. Avanzo a tientas, pasos lentos,
agazapada en mi propio espacio.
Aquí vivo desde que
tengo uso de razón. El pánico detiene mis movimientos. Choco contra los muebles
varias veces, persisto en el empeño de encontrar el interruptor mientras el
miedo y las tinieblas me asfixian.
Los ruidos y las voces
del exterior han cesado.
Eran fuertes golpes,
voces maledicentes que gritaban las peores amenazas. Voces escalofriantes.
Voces de hombres.
Cuando hallo el
interruptor, por un segundo, recapacito ¿debo encender la luz? Vacilo pero
alcanzo la salida del dormitorio.
Vivo con Lola, ella está
anciana y un tanto sorda. Ocupa unos aposentos en el altillo del segundo patio.
Temo que salga y sea asesinada.
Tiemblo.
No sé qué hacer, pego el
oído a la madera pero no escucho nada. De afuera llega el silencio.
No recuerdo bien lo que
pasó.
Estaba acostada,
durmiendo, cuando desperté al oír voces y estruendos. Ahora tiemblo de puro
terror. Hay una rendija de tres centímetros de largo por unos diez milímetros
de ancho y se encuentra en la parte inferior.
Me deslizo hasta el
suelo y tanteo para hallar la puerta. Cuando la encuentro intento observar el
exterior. No se ve nada, pero me llega un olor, mezcla de madrugada y de las
flores que, en grandes maceteros, se encuentran en el corredor.
Tengo un viejo reloj
herencia de mi bisabuela. Su tic tac llega desde muy lejos.
Me siento en el suelo
arrimando la espalda al muro ubicado a pocos centímetros de la salida. Desde
allí puedo sentir cualquier cosa y obtener un mínimo campo visual.
He puesto el ojo en la
rendija varias veces, pero siempre es el mismo espectáculo: amanecer oscuro y
oloroso. De repente el sol ilumina y siento su calorcito desde donde me
encuentro. Vuelvo a atisbar por el resquicio y miro al macetero más cercano
brillando en color fucsia. Me extiendo por el suelo, desde esta postura procuro
acaparar más visibilidad pero no consigo nada.
No escucho la escoba de
Lola barriendo las flores que se desparraman por el patio.
Lola…, Lola es una mujer
que vive en casa desde hace años. Es viuda y sin hijos. Ayuda en todo, es como
un familiar cercano y querido.
Ella me crió junto a dos
tías que fueron hermanas de mamá.
Mi vida estuvo marcada
por la muerte de mis padres en un accidente automovilístico del cual no guardo
recuerdo alguno. Las dos tías murieron con infartos cerebrales cuando yo era
joven. Águeda fue la primera y Amelia la segunda. Jamás he podido olvidar las
miradas de su desesperada sobrevivencia. Ambas se paralizaron pero su angustia
lo decía todo, debían dejar la existencia. No podían seguir, no en aquellas
condiciones. Lola se quedó.
Empiezo a llorar bajito.
Calculo que serán las
siete.
Lola empieza su labor a
esta hora. ¿Estoy decidida a salir? Voy hacia la ventana y la abro de par en par.
La calle está muy tranquila, pocos vehículos transitan a esta
hora; la pequeña tienda
de enfrente está
abierta.
Regreso a mi sitio. Mi
corazón es un pajarito encarcelado. Aferro los dedos a la aldaba y comienzo a
abrir. No sé cuánto tiempo gasto en esto, pero cuando la puerta queda sin su
seguridad mis piernas tiemblan más que antes. Razono y me doy ánimos a la
fuerza. Solo hay que mirar al exterior, la casa está bien cerrada, me encargo
de mantener el portón con cerrojo; no recibimos amistades, no las tenemos.
Una campanilla interna
me recuerda que escuché esas voces fuertes, gritos de odio, sonidos iguales a
cuando se rompen vidrios sobre el cemento.
Vuelvo a detenerme.
Gotitas de sudor
chorrean por mi cuerpo. ¡Cálmate!
me grito, y pongo la
aldaba nuevamente. Regreso a la ventana y me inclino hacia el portón de la
calle. Lo veo cerrado y respiro.
Decido volver a la
puerta y esperar hasta escuchar el sonido de la escoba. En esas estoy cuando
escucho el timbre del teléfono. Mi corazón se hiela por el horrendo sonido que
siempre aborrecí. La tía Águeda tenía el teléfono en su recámara. Cuando murió
lo puse en la salita de estar.
El timbre sigue sonando
como un alarido infernal que me altera cada vez más. Soy una mujer grande, pero
aquel sonido siempre ha sido desesperante, no he podido superarlo.
Vuelvo a la ventana
buscando a Glenda, la vecina, pero sus cortinas están bien puestas, seguramente
duerme junto a Leo su marido.
De golpe vuelvo a pensar
en lo que sucede. Ignoro el tiempo que ha transcurrido. Doy una mirada a la
habitación, veo la cama deshecha. Es una habitación muy grande: una pequeña
salita, un armario enorme, un par de cómodas de cedro.
¿Lola? ¿Dónde está? ¿Por
qué no escucho el ruido de su escoba?
Voy a la ventana. La
calle tiene más movimiento, los autos pasan por delante de la casa, en la
tiendita el dueño vende pan y leche. Una última mirada a la ventana abierta, la
aldaba otra vez en mis manos y comienzo a abrir despacio, recordando que las bisagras
hacen un ligero ruido.
El sol me baña. El corredor tiene mampara de vidrio que da
acceso al patio principal, con pileta incluida y buganvilia en flor. Desde ahí
se ve el portón de entrada, es de caoba y posee una fuerte cerradura. Avanzo hacia
los cristales del corredor…, uno, dos, tres pasos. Miro a ambos lados, todo
está idéntico, los maceteros con flores fucsias se encuentran distantes unos de
otros, pero hay uno en frente. El reloj sigue con su tic tac envolvente.
Extiendo las manos hacia los vidrios y veo el patio.
Me encanta tener todo en
orden y el patio no es la excepción. Las flores se ven magníficas, en sus
maceteros blancos y verdes, la pileta de piedra, la mesita de hierro forjado
con sus dos sillas para tomar el desayuno. Arriba el cielo calmo y una pareja
de gorriones
entre las siemprevivas
de los tejados.
Por la esquina del patio
aparece la figura de Lola, sosteniendo la escoba. Suspiro con alivio. Pienso
que debo estar enloqueciendo o lo que escuché en la noche solo fue una
pesadilla. En fin…, vuelvo a la alcoba para hacer la cama. Luego prepararé el
desayuno y lo tomaré en el patio.
Suena el aldabón.
Lola no lo escucha, está
cerca de mí y le indico que vaya a ver quién es. Vuelve enseguida con un hombre
joven, de mirada dulce. El hombre dice que es poeta y que está vendiendo su
obra primigenia de puerta en puerta. Pregunta si me gusta la poesía, le
respondo que no. Sostengo en mis manos el ejemplar y abro sus páginas. Tropiezo
con una frase «Puertas grandes de grosor
indescriptible, observo su irregular contorno».
¡Basta! Grita mi alma asustada. Cierro el libro y se
lo devuelvo. El poeta no insiste, se despide.
El día transcurre lento.
Vuelvo a sentir el horror que soporté en la madrugada. Paseo por calles que no
he visitado en años, subo y bajo, miro almacenes, escucho conversaciones.
Cansada llego a la casa.
La veo tan hermosa.
Converso con Lola
tonterías. Antes de irnos a dormir, doy una vuelta por las habitaciones; sé que
todo está en orden, pero lo hago. Al acostarme pongo sobre el velador un reloj
digital que compré mientras estaba de paseo.
No entiendo el motivo
pero he pensado mucho en el poeta. Fui una tonta por no comprar ese libro del
cual leí un fragmento que me asustó. Pienso que aquel párrafo no tenía nada de
extraño.
Pobre hombre. He tratado
de recordar al libro y su dueño pero mi memoria no registra nada. Lo que sí
recuerdo es la carátula de color tomate y ribetes verde oscuro. ¿Y él? ¿Claro o
moreno? No lo sé.
¡Infeliz poeta! Debió
recorrer mucho hasta llegar a mi casa; acabaré olvidándolo.
Transcurren los días.
Me acuesto en mi cama
limpia y suavecita con sábanas recién estrenadas. Son los pequeños gustos que
me doy de vez en cuando.
He abierto los ojos de
golpe.
Estoy despierta y bien
despierta ¿Qué pasó?
Permanezco en la cama
aguzando el oído. Nada. Doy una mirada al reloj: son las cuatro de la mañana.
Una hora bastante extraña, hora en la que no queda ni un alma en los bares,
discotecas, salones. Hora en la que las calles están vacías. Intento volver a dormir.
Cuando el relojito marca las cuatro y trece minutos el horror no tiene
escapatoria. Igual que hace que hace algunas noches, los gritos que profieren
varios hombres estallan afuera del dormitorio, vienen desde el patio. Son los
mismos que ya había escuchado, las amenazas son exactas.
Tiemblo, estoy quieta,
iluminada apenas por el reloj. Acabo de escuchar disparos, cinco o seis…,
después el silencio. ¡No sé qué hacer! Recuerdo que comprobé que la puerta de
calle estuviera cerrada. Lola no abre a nadie. ¿Por dónde entraron?
El pavor me circunda.
El teléfono está
distante y debería salir para llamar a la policía. No voy a hacerlo, no puedo
hacerlo. ¿Por qué? ¿Quiénes son? ¿Qué quieren?
Lo más prudente es
esperar la luz del día. No puedo pensar que ahora todo será distinto, hoy hubo
disparos, los escuché muy bien.
No tengo enemigos, no he
hecho mal a nadie, mi vida ha sido limpia. ¿Por qué? Extiendo las piernas.
Espero. Faltan tres minutos para las cinco de la madrugada. He aguzado el oído
pero solo me llega el silencio. Lola debe dormir a pierna suelta; como la vez
anterior, no debe haber oído nada.
Pienso poner la casa en
venta. Somos dos mujeres. Lola está vieja y puede salir de este mundo en corto
tiempo. Compraré un departamento chico, venderé o regalaré los muebles, no
quiero más que los necesarios. ¿Y si muero esta madrugada? ¿Si morimos Lola y
yo? Un temblor empieza a hacer presa de mis extremidades. Quiero vivir ¿Querrán
matarnos? No hice nunca mal a nadie. Lola es buena.
Miro la ventana. ¿Y si voy hacia ella la abro y comienzo a
pedir auxilio? ¿Leo y Glenda? ¿Estarán en su departamento?
¡Deja de pensar así¡ ordena mi voz interior.
Espero. ¿Qué espero? ¿La muerte? ¿Qué maten a Lola?
¡Cállate!
Son las cinco y media.
Treinta minutos más y las luces del amanecer aparecerán. Intento pensar algo
amable y lo único que viene es el poeta anónimo vendiendo su libro, con el
gesto angustioso del que está necesitado. Apareció después de mi primera
experiencia aterradora.
¿Y si fuera él?
¡Imposible!
Quizá venga también hoy,
me encontrará desayunando y ahora sí compraré su libro y le invitaré a
compartir el desayuno conmigo.
¿Cómo era su rostro?
Ya no importa.
Lo único real es que
estoy aquí, en medio de un océano de terror; sola, íngrima, mirando un reloj de
plástico que parece no moverse; que parece burlarse de mi angustia.
¡Amanece!…, ¡Por favor
amanece ya!
Las sombras de la
habitación forman dibujos. Cierro los ojos porque me aterrorizan aquellas
formas parecidas a revólveres, muñecas delgadísimas, platos, cucharillas,
sogas. Se asemejan a los juguetes que tuve alguna vez.
Me llega una escena de
la infancia. Estaba enferma, tenía fiebre y veía en medio del sopor a un enorme
orangután saltar de la cama al sillón y del sillón otra vez a la cama. Cuando
el animal se acercaba pegaba su nariz helada a mi mejilla y a su contacto yo
gritaba, estremecida. Lola y las dos tías llamaban al médico… A pesar de estar
mal era también muy feliz. No tenía miedo. Estaba rodeada de personas que me
daban seguridad. Quería que aquellos momentos se extendieran, que el reloj
marcara los segundos muy despacio.
Los minutos se eternizan. ¡Amanece, por favor¡
Han transcurrido cerca
de dos horas y no he vuelto a escuchar gritos ni disparos. El reloj marca las
cinco y cincuenta. Decido esperar hasta las seis. A esa hora abriré la ventana
y pediré auxilio. No importa que en el barrio me llamen loca o cualquier otra
cosa, importan más nuestras vidas en estos momentos.
Suena el teléfono.
¿Qué pasa? Todo se repite
como la vez anterior. ¿Quién llama? ¿Por qué llaman a ésta hora? ¿Por qué lo
hacen?
Vuelvo a pensar en mis
amistades y reconozco que carezco de ellas. Apenas unas pocas vecinas entre las
que se encuentran Glenda y su esposo. Cuando era joven experimenté el punzante
aguijón de la envidia de aquellas a las que creía amigas. Me alejé para
siempre, nunca me arrepentí.
Así transcurrió la vida.
Por fin el reloj marca
las seis. Me deshago de las cobijas. Llego hasta la ventana y la abro
intentando no hacer ruido. Hace frío y la calle está húmeda por la lluvia que
ha caído durante la noche.
En el departamento de
Glenda y Leo, las cortinas están cerradas; bajo la vista y observo la entrada a
la casa.
¡Está abierta!
Estoy paralizada, pero
imagino que he sido víctima de la delincuencia: los rateros entraron a mi casa,
y los gritos y disparos que escuché era porque se repartían el botín. No hay
movimiento alguno en las casas vecinas. El departamento de Glenda y Leo se
mantiene como si no hubiera nadie en su interior. La tienda está cerrada. Pasan
algunos autos pero sus conductores no miran hacia donde me encuentro. Si
pidiera auxilio no me escucharían.
Lola. ¿Y si la mataron?
Me agacho y espío a
través de la rendija. En el campo visual aparece el macetero con flores fucsias.
Aguzo los oídos, empiezo a quitar la aldaba. La puerta se abre y empiezo a ver
a uno y otro lado del corredor. El corazón brinca encabritado. Nada hay, salvo
los maceteros, las pequeñas alfombras, las mesitas con adornos de cristal.
Tengo la boca seca.
La mampara está ahí,
solo debo aproximarme y mirar al patio, nada más. Extiendo los brazos hacia los
cristales, respiro, miro el patio.
La visión no ha podido
ser peor. ¿Por qué?¿Por qué aquí?
Trémula, vuelvo a mirar
para cerciorarme, para que la mente guarde lo que he visto y acepte que es
cierto.
Detesto el desorden,
siempre lo aborrecí…, los muebles de hierro forjado están caídos, lejos unos de
otros. Las piernas ya no me sostienen y caigo al suelo golpeándome el rostro.
El dolor me vuelve a la
realidad.
A rastras voy hacia el
dormitorio, no puedo levantarme, no siento la pierna derecha, pero he
conseguido llegar a la ventana. Algo ocurrió en mi cabeza. Ese algo tiene un
nombre, se llama apoplejía… es lo que tuvieron las tías. Estoy trastornada, me
estalla la cabeza, los pensamiento se entremezclan, la inconsciencia parece
ganar; el frío que entra por la ventana abierta me hace demasiado daño.
¿Lola?
Los segundos pasan, la
muerte se acerca, me rindo a ella…
¿Lola?
Si aún está viva en sus
habitaciones espero que tenga fuerzas para llamar a la policía. Jamás sabré el
motivo por el cual tres hombres entraron a mi casa y se dispararon unos a
otros, frente a la pileta del patio principal, manchando con su sangre el orden
establecido.
El día que recién
empieza se va. Escucho voces lejanas y sonidos de sirenas.
¿Dónde estoy?
Creo percibir el rostro
del poeta mirando con asombro por las ventanas de la ambulancia.
¿Cómo llegué hasta aquí?
¿Quién me trajo?
¿Y Lola?
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